Neil Postman fue profesor en la Universidad de Nueva York, y conocido por sus escritos sobre la comunicación y su mundo. El libro que hoy comento es editado en español en 1991, publicado en inglés en 1985, o sea que han pasado 27 años desde entonces, y quizá algunos piensen que no merece el esfuerzo de leerlo o de releerlo, si ha quedado por ahí perdido en algún estante de la biblioteca. Pues bien, yo creo que sí es bueno hacerlo, y que con los años sus anticipaciones se han hecho, tristemente, más realidad aún, si cabe.
Cuando dice, y ojo está pensando en fenómenos de los principios de los ochenta, “…¿hay en nuestro país algún publico que pueda soportar siete horas de exposición? ¿O cinco, o tres? ¿Sobre todo sin ilustraciones de ningún tipo?(pag.50) uno piensa si hay gente en nuestro país que sea capaz de llegar a las tres horas… o a las dos… o a la una…
El grado de concentración de la gente ha ido disminuyendo de tal manera y en forma tan masiva que el público del siglo XIX al que Postman toma como patrón nos parece increíble: “El 21 de agosto de 1858, tuvo lugar en Ottawa, Illinois, el primero de los siete famosos debates entre Abraham Lincoln y Stephen A. Douglas. El acuerdo era que Douglas hablaría primero durante una hora; que Lincoln tendría una hora y media para responder, y luego Douglas dispondría de media hora para la réplica correspondiente. Este debate era considerablemente más corto que aquellos a los que los dos hombres estaban acostumbrados. En efecto, se habían enfrentado varias veces con anterioridad y todos sus encuentros habían sido mucho más largos y agotadores. Por ejemplo, el 16 de octubre de 1854, en Peoria, Illinois, Douglas pronunció un discurso de tres horas, al que Lincoln había acordado responder. Cuando llegó el turno de Lincoln, éste recordó a la audiencia que ya eran las cinco de la tarde y que probablemente necesitaría tanto tiempo como Douglas quien, a su vez, estaba comprometido a rebatirlo. Por consiguiente, propuso que la audiencia se retirara para cenar y que retornara descansada para escuchar otras cuatro horas de argumentación. La audiencia aceptó amablemente la propuesta y las cosas sucedieron tal como Lincoln había señalado” (pág.49)
En este siglo la audiencia no sólo tiene menor poder de concentración, digamos una fracción minúscula de la que se poseía hace ciento cincuenta años, sino también carece de lenguaje y de hábitos para entender lo que se intenta transmitir. Los estudiantes se asombran desagradablemente frente a libros demasiado gordos, digamos de unos cinco centímetros o más de grosor cuando éstos eran normales en los claustros universitarios hace pocas décadas atrás. Cuando el profesor tiene que desarrollar un tema complejo suele pedir un esfuerzo extra de atención y paciencia, como si temiera que las cabezas de sus discípulos amenazaran explotar sin una disposición adecuada del estudiante. Por supuesto los discursos públicos sólo son largos cuando se busca, expresamente, que nadie escuche mucho, ya que hay poco que decir.
El mundo de la televisión e Internet ha traído una gran cantidad de información hasta nuestros hogares, pero el resultado como dice Postman “es que los estadounidenses son los mejor entretenidos y, probablemente los peor informados del mundo occidental” (Pág.110). Si quitamos la referencia a la nacionalidad, la afirmación es válida también para los europeos. En realidad, como dice el autor un poco más adelante “la televisión está alterando el significado de la expresión “estar informado”, al crear un tipo de información, que para ser más exactos, habría que calificar como desinformación. Y estoy empleando esta palabra casi en el mismo sentido en que es utilizada por los espías de la CIA o de la KGB. La desinformación no significa información falsa, sino engañosa, equivoca, irrelevante, fragmentada o superficial; información que crea la ilusión de que sabemos algo, pero que de hecho nos aparta del conocimiento”.
Esta clase de desinformación es la habitual en nuestros medios. Hay que ver con que pasión se lanzan los periodistas a “auscultar la calle” y transmitirnos por la tele los tópicos que la gente tiene sobre aquellos temas con qué justamente nos ha alimentado la propia televisión. Estos reportajes parecen “exámenes” para comprobar si el público ha alcanzado el nivel de estupidez que se buscaba provocar con los informativos. Y hay que reconocer que la mayoría aprueba el examen con nota.
La desinformación actual tiene su filosofía, o su marco conceptual por así decirlo, en el diseño de los anuncios publicitarios. La forma de hacer publicidad es también la forma de presentar las noticias y naturalmente los efectos se parecen. Escribe Postman: “el anuncio nos exige que creamos que todos los problemas se pueden resolver rápidamente y que se pueden resolver aún más rápido con la intervención de la tecnología, la técnica y la química”. Esta filosofía implícita nos llega a través de la múltiple exposición a miles de anuncios de toda clase. El resultado está cantado, según Postman, “una persona que ha visto un millón de anuncios en la televisión podría muy bien creer que todos los problemas políticos tienen, o podrían tener, soluciones rápidas a través de medidas sencillas. O bien que no debe confiar en el lenguaje complejo y que todos los problemas se prestan a ser expresados teatralmente, O que la discusión es de mal gusto y que sólo conduce a una incertidumbre intolerable. Tal persona también puede llegar a creer que no es necesario establecer una línea de separación entre la política y los demás aspectos de la vida”.
La mezcla de todo, típico de la publicidad lleva a creer, paulatina e inconscientemente, que la política es también un juego con soluciones sencillas y que si éstas no llegan sólo puede deberse a la acción de poderes maléficos que ganan con el conflicto. Como si todo conflicto fuese sólo el resultado de malos entendidos y acciones deliberadas siniestras. Lo que Postman observa y critica en USA aquí, en España, podemos verlo ahora al cubo. Sólo era cuestión de tiempo que se extendiera esta manera de entender la realidad. Sería interesante pensar en los conceptos que subyacen en nuestras series más populares, en los discursos políticos con más aceptación y en las propuestas que hacen las diversas organizaciones cívicas. A lo mejor lo que descubrimos no nos tranquiliza nada… pero cuanto más pronto nos demos cuenta, más pronto seremos conscientes de adonde nos lleva este divertimiento colectivo. Evidentemente la primera medida que un preso debe tomar para escapar… es reconocerse como preso.
Ficha Bibliográfica:
Postman(1985), Neil Postman, “Divertirse Hasta Morir. El discurso público en la era del show business”, Traducción de Enrique Odell, Ediciones De La Tempestad, Barcelona, 1991 pp.191, Tit.Orig: Amusing Ourselves To Death.Public discourse in the age of Show Business. Viking Penguin Inc. New York
3 comentarios:
Sólo con el fin de iniciar su apartado de entradas -pues no suelo entrar a comentar-: evidente que el proceso endógeno de conocimiento nada tiene que ver con la información, aunque ésta si es de calidad proceda a imbuir el conocimiento.
Me encontraba trabajando en algo relacionado con Postman, motivo por el que ha accedido a su blog.
#1 eres un friki
Ƥodr�a decirsee quee no estoy completаmente de acuerdo con la manera de comentarlo, pero no est� mal lo que se quiere hacer entender.Bien hecho
Historias rеlacionada Miguel
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