domingo, 16 de noviembre de 2008

A. Ribakov. Los hijos del Arbat

Anatoli Ribakov, famoso escritor ruso muerto hace diez años,  escribió una famosa trilogía: Los hijos del Arbat, Terror, Polvo y Cenizas, todos publicados por el Círculo de Lectores y que ahora sólo se pueden encontrar en librerías de viejo, ya que esta editorial no piensa volver a editarlas.

Esta trilogía trata sobre los años de hierro en la ex URSS los que se corresponden con la dictadura estalinista y la guerra mundial. Son libros duros que, por ejemplo el primero, no pudieron editarse en su país hasta llegada la época de Gorbachov, es decir el ocaso del régimen soviético. De los tres sólo he leído el primero (los otros sólo referencias) y me parece su lectura interesante, aunque seguro que el lector actual tendrá dificultades para seguirla, ya que la presencia de personajes soviéticos es constante y por lo tanto se requiere saber quienes son y que papeles jugaron en el drama ruso. El autor se mete en la piel del gran dictador y habla en primera persona cuando Stalin monologa sobre el poder dando vida a sus sempiternas suspicacias, a su amor por el terror sistemático y a su egolatría encubierta de campechanía cuando no de mortífera ironía.

Stalin planificó el asesinato de Kirov –establece Ribakov- el dirigente de Leningrado cuyo asesinato sirvió de pretexto para el “gran terror” de los años 36 y 37. Este episodio nunca se pudo probar, aunque si existieron sospechas publicadas en el exterior y musitadas en el interior de la Unión. El autor se inclina porque sí lo hizo, y esto fue imposible de tragar para las autoridades soviéticas, posponiendo sine die su publicación en 1966.

Paralelamente la novela cuenta el destino de Sasha, un joven comunista convencido que, por hacer chistes inoportunos, es condenado a tres años de prisión y destierro. Ribakov narra aquí sus propias experiencias, ya que él también fue condenado en su juventud a la misma pena de tres años. El libro narra el remedo de proceso al que fue sometido Sasha, mostrando así el funcionamiento de la justicia soviética; “justicia” que partía de que si alguien había sido encarcelado… el presunto culpable tendría que demostrar de manera convincente su inocencia.

Esta inversión de los principios jurídicos occidentales (“la culpabilidad debe demostrarse, y la inocencia se presume”) facilitaron la comisión de toda clase de excesos, como la “caza de brujas” estalinista, en el régimen bolchevique. No deja de ser curioso que Stalin haya exterminado más comunistas que Hitler. Incluso, en la breve convivencia que tuvieron ambos dictadores (que les permitió repartirse como amiguetes a Polonia), Stalin puso en la frontera, en manos de la GESTAPO a militantes comunistas alemanes refugiados en la URSS en años anteriores. Me imagino la sorpresa de éstos al ver a sus camaradas rusos aliados con el fascismo del cual escaparon. Probablemente la misma que recibieron los viejos comunistas cuando la policía secreta golpeó a sus puertas, acusándolos de estar complotados con los enemigos del socialismo. “El automóvil esperaba en la calle, a poca distancia de la casa. Sasha se sentó atrás, flanqueado por el agente y uno de los soldados. El otro tomó asiento junto al chofer. Rodaron sin una palabra por las calles del Moscú nocturno. Sasha no se enteró muy bien de por qué lado llegaban a la cárcel. Las hojas de un portón de hierro  muy alto se abrieron para dar paso al coche a un patio largo, estrecho y cubierto. Primero se apearon los soldados, luego Sasha y finalmente el funcionario. El coche se alejó al instante. Sasha fue introducido en un inmenso local abovedado, vacío, bajo de techo; un sótano gigantesco, sin muebles, bancos ni mesas que olía a cloro y tenía las paredes desconchadas y el suelo de cemento desgastado por las pisadas. Sasha adivinó que se encontraba en lo que podría considerarse como la entrada y la salida de la cárcel, como la primera y la última etapa: desde allí eran enviados los detenidos a las celdas y allí se formaban los grupos destinados a otros lugares. En aquel momento el local se hallaba desierto.” (pág. 132).

Así es la prosa de Ribakov, clara y breve, casi telegráfica. Una escritura que permite observar lo esencial y que transmite, a pesar de su sequedad, las emociones básicas que predominan en cada situación. Coincidirán conmigo que el lugar donde entró Sasha es siniestro, desagradable e inspirador de los más negros temores; pero Ribakov no lo dice, sólo describe.

La negativa a publicarlo, en 1966, hizo que el libro creciera posteriormente. Ribakov primero le agregó dos capítulos; al final fueron doce los que sumaban cuando llegó la hora de su publicación. En estos nuevos capítulos Stalin cobró más protagonismo, hasta convertirse en un personaje de la novela y no sólo en el telón de fondo. Stalin opina de literatura, política, ve películas en su vivienda del Kremlin (Chaplin le encanta), pontifica de estrategia y trama su tela de araña donde confía apresar a todos sus enemigos reales y supuestos. De esta forma, tan literaria, el autor se venga de la prohibición: si no quieres caldo, ¡dos tazas! Pero no se crea que Ribakov hace sólo una novela política, también describe la gente de esa época, el Moscú de los años 30 (en particular el barrio de Arbat), los bailes, la cartilla de razonamiento, las distracciones de los jóvenes y sus problemas más cotidianos. Pero por arriba de todo, como no podía ser menos, planea lo característico de la época: la presión de la propaganda bolchevique y la ubicua represión siempre dispuesta a saltar sobre cualquiera que manifieste su disconformidad.

Un libro para especialistas, lo calificaría. Aunque en este caso la palabra implica no sólo a los historiadores profesionales sino también a los ciudadanos de a pie que se interesan por tener más información de esa época, en Rusia.

Ficha Bibliográfica.

Ribakov (1987), Anatoli Ribakov. “Los hijos del Arbat”. Círculo de Lectores, Barcelona, 1989. pp. 706. Traducción de Isabel Vicente.  Tit. Original: Dieti Arbata.

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